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MARGARITAS

sábado, 5 de septiembre de 2015

EL DIA DEL FIN DEL MUNDO


                                    

Día 21 de diciembre de 2012. Me levanté temprano con la intención y el deseo de poder observar, desde algún punto privilegiado, el principio del fin del mundo, final del mundo que tantos años atrás habían pronosticado los Mayas.

Al romper el alba, me encaminaba hacia la cima de una de las montañas más altas situada en las cercanías de mi residencia. Una vez en el sitio adecuado, protegido bajo el  techo de una pequeña cueva formada por grandes rocas, cuya minúscula entrada estaba orientada hacia el este, me dispuse a contemplar el magno acontecimiento.

Estaba nervioso y me sentía sobrecogido. En parte por la emoción de aquel momento que pudiera ser tan especial, y en parte por el miedo que atenazaba mis piernas y manos. Concentré toda mi atención en la línea divisoria que  formaban las montañas al fundirse con el cielo, por donde presumía que, de un momento a otro brotaría el sol. Este, según la leyenda, emitiría llamaradas como lenguas incandescentes, que alcanzarían la tierra en pocos minutos y originarían el Apocalipsis.

Un halo de luz comenzaba a dibujarse por el horizonte.  El silencio se convirtió en esbozo de un grito de asombro cuando el sol, como un globo amarillento fugado de la mano de un niño, comenzó a ascender pausadamente desde las cúspides montañosas. Durante unos instantes noté cómo el corazón se me desbocaba, hasta comprobar que el sol remontaba como una mañana cualquiera. 

Afortunadamente no había ninguna nube,  la visibilidad excelente, y a los pocos minutos podía sentir en mi persona el calor de los rayos solares acariciándome el rostro y calentando mis manos y pies, fríos aún por el relente matinal y las bajas temperaturas del invierno que comenzaba.

Incluso podría jurar que se manifestaba  más sonriente y brillante que de costumbre, y por  momentos, tuve la sensación de que me hacía unos guiños jugando con los destellos de pequeñas llamarada refulgentes en su mejilla izquierda

Al cabo de un santiamén, ya  no tenía duda alguna de que no pasaría nada, y me sentía seguro con el frío y el miedo ahuyentados de mi cuerpo.

Cuando me marchaba de aquel lugar, volví la cabeza y pude ver el sol  cómo jugaba con una pequeña nube blanca, dibujando con sus destellos  dorados el esbozo de una risita socarrona.

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