Entrada destacada

MARGARITAS

sábado, 12 de enero de 2013

PASO DE PEATONES



EL PASO DE PEATONES


Hacia años que, cada mañana, necesariamente debía cruzar la misma calle y atravesar por el mismo paso de peatones para llegar hasta el parking en el que aparcaba el coche.

Atravesar un paso de peatones en la ciudad puede ser una aventura tan peligrosa como toparse con una manada desbocada de elefantes durante cualquier un en Kenia.

Al mismo tiempo que se abre el semáforo para los peatones, se pone en ámbar para el tráfico rodado que gira desde una esquina de la calle  cercana, por donde fluye gran cantidad del tráfico diario, proveniente de todas las direcciones, que absorbe la ciudad.

Aquella mañana, la visibilidad dejaba mucho que desear, había  varios coches aparcados en doble fila, a ambos lados de la calle, que obstaculizaban la visión de los conductores, y los peatones aparecían de entre los autos aparcados sin ser vistos previamente,  por  lo tanto el peligro se acentuaba.

Varias personas esperaban impacientes a que el semáforo se pusiera verde para cruzar. Una viejecita, a la que  anteriormente nunca había visto, – o no es del barrio, o es que no hemos coincidido en otras ocasiones - pensé para mis adentros, ocupaba un lugar retrasado dentro del grupo. Inmediatamente  quise convertirme en su ángel de la guardia y asumí su custodia con la obligación de protegerla, sin que ella se apercibiese, así que  me coloqué discretamente a su espalda.

Ya. El semáforo está verde para peatones y ámbar para  los vehículos.

Una estampida de coches y motos desbocados rugiendo como leones en busca de su presa, aparecen súbitamente. No habríamos dado más de tres pasos, cuando una moto de gran cilindrada  por poco nos lleva a los dos por delante, afortunadamente el motorista supo doblar el cuerpo a izquierda y a derecha hasta rozar sus rodillas con el suelo, haciendo alarde de una gran habilidad, para no arroyar a la viejecita. Mientras que, para evitarlo, mi protegida cimbreaba el cuerpo con flexibilidad juvenil, realizando movimientos rápidos en sentido circular con las  caderas, de tal forma, que parecía estar jugando al hula hoop. El motorista continuó su camino sin inmutarse. La viejecita se paró un momento, gritó unos improperios y le persiguió durante unos segundos, brazos en jarras, con mirada desafiante.

Reanudamos el paso. Dos metros más adelante un todo terreno hubo de dar un frenazo seco cuando casi las ruedas delanteras pisaban los pies de la viejecita. Ella, impertérrita,  permanecía plantada ante el coche. El chofer comenzó a sonar la bocina y decir algunas palabras soeces. Ella le mandó callar con voz autoritaria, y se  acercaba hacia la ventanilla del auto con gesto adusto y no muy buenas intenciones. En ese momento decidí intervenir para evitar males mayores. Sin embargo no fue necesario. Algo debió insinuar la viejecita al oído d le pide perdón reiteradamente el conductor, de manera tal sutil y rigurosa que, este,  hacía una maniobra rápida de marcha atrás para sortearla y huía a toda velocidad.

De nuevo, frenazo y caras de susto entre los viandantes.  Un muchacho, al tropezar la rueda delantera de su bicicleta  con la viejecita, cae bruscamente y queda tendido en la calzada. La viejecita permanece en pie, firme e inamovible reprendiéndole con dureza.  El chico, afligido, a pesar del dolor que sentía en todo su cuerpo a causa del golpe,  le pide perdón reiteradamente. Ella le siguió hostigando sin misericordia hasta que el ciclista pudo salir huyendo  apresuradamente,  sin ningún interés por volver la vista atrás.

Yo estaba asombrado de las habilidades de la viejecita y de su comportamiento tan atrevido, ensimismado, no me apercibí  que los segundos pasaban. Cuando quise levantar la vista, debíamos estar por la mitad del paso,  las señales acústicas nos avisaban que expiraba el tiempo establecido para cruzar la calle. Pude ver como la viejecita aceleraba el paso y con dos zancadas se plantaba en la acera de enfrente, en tanto que yo quedaba atrapado en mitad del paso, a merced de los coches y motos que trataban de evitarme.

Ella, desde la otra orilla, miraba triunfante con una sonrisa pícara pegada en sus labios,  me hacía un guiño cómplice y levantaba el dedo pulgar de su mano derecha con el puño cerrado en señal de victoria, o de clemencia?

Dos agentes de la guardia urbana, ajenos a estas circunstancias,  permanecían abstraídos en rellenar, con mucha diligencia, los boletines de sanción que posteriormente colocaban celosamente, en los parabrisas de los coches mal aparcados.