EL PASO DE
PEATONES
Hacia años que, cada mañana, necesariamente debía cruzar la misma calle y atravesar por el mismo paso de peatones para llegar hasta el parking en el que aparcaba el coche.
Atravesar un paso de peatones en la ciudad puede ser
una aventura tan peligrosa como toparse con una manada desbocada de elefantes
durante cualquier un en Kenia.
Al mismo tiempo que se abre el semáforo para los
peatones, se pone en ámbar para el tráfico rodado que gira desde una esquina de
la calle cercana, por donde fluye gran cantidad
del tráfico diario, proveniente de todas las direcciones, que absorbe la
ciudad.
Aquella mañana, la visibilidad dejaba mucho que desear,
había varios coches aparcados
en doble fila, a ambos lados de la calle, que obstaculizaban la visión de los
conductores, y los peatones aparecían de entre los autos aparcados sin ser
vistos previamente, por lo tanto el peligro se acentuaba.
Varias personas esperaban impacientes a que el semáforo se
pusiera verde para cruzar. Una viejecita, a la que anteriormente nunca había visto, – o no es del barrio, o es
que no hemos coincidido en otras ocasiones - pensé para mis adentros, ocupaba un lugar retrasado
dentro del grupo. Inmediatamente quise
convertirme en su ángel de la guardia y asumí su custodia con la obligación de
protegerla, sin que ella se apercibiese, así que me coloqué discretamente a su espalda.
Ya. El semáforo está verde para peatones y ámbar para los vehículos.
Una estampida de coches y motos desbocados rugiendo
como leones en busca de su presa, aparecen súbitamente. No habríamos dado más
de tres pasos, cuando una moto de gran cilindrada por poco nos lleva a los dos por delante, afortunadamente
el motorista supo doblar el cuerpo a izquierda y a derecha hasta rozar sus
rodillas con el suelo, haciendo alarde de una gran habilidad, para no arroyar a
la viejecita. Mientras que, para evitarlo, mi protegida cimbreaba el cuerpo con
flexibilidad juvenil, realizando movimientos rápidos en sentido circular con
las caderas, de tal forma, que parecía
estar jugando al hula hoop. El motorista continuó su camino sin inmutarse. La
viejecita se paró un momento, gritó unos improperios y le persiguió durante
unos segundos, brazos en jarras, con mirada desafiante.
Reanudamos el paso. Dos metros más adelante un todo terreno
hubo de dar un frenazo seco cuando casi las ruedas delanteras pisaban los pies
de la viejecita. Ella, impertérrita,
permanecía plantada ante el coche. El chofer comenzó a sonar la bocina y
decir algunas palabras soeces. Ella le mandó callar con voz autoritaria, y se acercaba hacia la ventanilla del auto con
gesto adusto y no muy buenas intenciones. En ese momento decidí intervenir para
evitar males mayores. Sin embargo no fue necesario. Algo debió insinuar la
viejecita al oído d le pide perdón reiteradamente el conductor, de manera tal
sutil y rigurosa que, este, hacía una maniobra rápida de marcha atrás para
sortearla y huía a toda velocidad.
De nuevo, frenazo y caras de susto entre los
viandantes. Un muchacho, al tropezar la
rueda delantera de su bicicleta con la
viejecita, cae bruscamente y queda tendido en la calzada. La viejecita permanece
en pie, firme e inamovible reprendiéndole con dureza. El chico, afligido, a pesar del dolor que
sentía en todo su cuerpo a causa del golpe,
le pide perdón reiteradamente. Ella le siguió hostigando sin
misericordia hasta que el ciclista pudo salir huyendo apresuradamente, sin ningún interés por volver la vista atrás.
Yo estaba asombrado de las habilidades de la viejecita
y de su comportamiento tan atrevido, ensimismado, no me apercibí que los segundos pasaban. Cuando quise
levantar la vista, debíamos estar por la mitad del paso, las señales acústicas nos avisaban que
expiraba el tiempo establecido para cruzar la calle. Pude ver como la viejecita
aceleraba el paso y con dos zancadas se plantaba en la acera de enfrente, en
tanto que yo quedaba atrapado en mitad del paso, a merced de los coches y motos
que trataban de evitarme.
Ella, desde la otra orilla, miraba triunfante con una
sonrisa pícara pegada en sus labios, me
hacía un guiño cómplice y levantaba el dedo pulgar
de su mano derecha con el puño cerrado en señal de victoria, o de clemencia?
Dos agentes de la guardia urbana, ajenos a estas
circunstancias, permanecían abstraídos
en rellenar, con mucha diligencia, los boletines de sanción que posteriormente
colocaban celosamente, en los parabrisas de los coches mal aparcados.