Día 21 de diciembre
de 2012. Me levanté temprano con la intención y el deseo de poder observar,
desde algún punto privilegiado, el principio del fin del mundo, final del mundo
que tantos años atrás habían pronosticado los Mayas.
Al romper el alba, me
encaminaba hacia la cima de una de las montañas más altas situada en las
cercanías de mi residencia. Una vez en el sitio adecuado, protegido bajo
el techo de una pequeña cueva formada
por grandes rocas, cuya minúscula entrada estaba orientada hacia el este, me
dispuse a contemplar el magno acontecimiento.
Estaba nervioso y
me sentía sobrecogido. En parte por la emoción de aquel momento que pudiera ser
tan especial, y en parte por el miedo que atenazaba mis piernas y manos. Concentré
toda mi atención en la línea divisoria que
formaban las montañas al fundirse con el cielo, por donde presumía que,
de un momento a otro brotaría el sol. Este, según la leyenda, emitiría llamaradas
como lenguas incandescentes, que alcanzarían la tierra en pocos minutos y
originarían el Apocalipsis.
Un halo de luz
comenzaba a dibujarse por el horizonte. El silencio se convirtió en esbozo de un grito
de asombro cuando el sol, como un globo amarillento fugado de la mano de un
niño, comenzó a ascender pausadamente desde las cúspides montañosas. Durante
unos instantes noté cómo el corazón se me desbocaba, hasta comprobar que el sol
remontaba como una mañana cualquiera.
Afortunadamente no había ninguna nube, la visibilidad excelente, y a los pocos
minutos podía sentir en mi persona el calor de los rayos solares acariciándome
el rostro y calentando mis manos y pies, fríos aún por el relente matinal y las bajas
temperaturas del invierno que comenzaba.
Incluso podría
jurar que se manifestaba más sonriente y
brillante que de costumbre, y por momentos,
tuve la sensación de que me hacía unos guiños jugando con los
destellos de pequeñas llamarada refulgentes en su mejilla izquierda
Al cabo de un
santiamén, ya no tenía duda alguna de
que no pasaría nada, y me sentía seguro con el frío y el miedo ahuyentados de mi cuerpo.
Cuando me marchaba
de aquel lugar, volví la cabeza y pude ver el sol cómo jugaba con una pequeña nube blanca, dibujando
con sus destellos dorados el esbozo de una
risita socarrona.