El reloj de pared consumía los segundos de la mañana
soñolienta con fogosidad desproporcionada.
Desde mi habitación, resguardado de la temperatura
asfixiante que se podía entrever a través de la ventana, protegida por cristales ahumados y blindados contra los
rigores del solsticio, podía ver los hilillos de vapor hirviendo que nacían del suelo bruno del pavimento, y ascendían pausadamente en espirales buscando el cielo.
La calle asemejaba un volcán a punto de entrar en
erupción. El sol se abría camino con ahínco entre un mar de nubes blanquecinas,
que se deshilachaban con prontitud y desaparecían en segundos.
De pronto, un sonido seco y contundente me arrancó de estas
reflexiones.
Una pequeña sombra voladora que acababa de estrellarse
contra el cristal de la ventana, se convertía en un pajarillo tímido de aspecto
deplorable, arañaba obstinadamente con sus patas el cristal tratando de asirse
para no caer al vacío. Así persistió durante unos minutos, sin conseguirlo.
Cuando pensaba que había desaparecido para siempre,
surgió de nuevo como un relámpago. Parecía recuperado. Pegado al cristal de la
ventana revoloteaba apresuradamente para mantener el equilibrio, a la vez que martilleaba
con el pico compulsivamente.
Por su insistencia razoné que
las fuerzas no le aguantarían por más tiempo y necesitaría una ayuda. Me pareció advertir cómo manaban dos
lágrimas de sus ojos.
Abrí la ventana, una bocanada
de aire ardiendo me atizó en la cara como si fuesen ascuas que estallasen desde
una hoguera. Le ayudé a pasar y cerré lo más aprisa que pude. Totalmente desorientado giraba por la habitación alocadamente, emitiendo
sonidos lastimeros similares a una señal de alerta.
Al fin se posó sobre una silla, agotado. No opuso resistencia alguna al sujetarlo con los dedos y se acurrucó en
el cuenco de mi mano. Sin ninguna duda, era un petirrojo, clase de pájaros sociables y muy atrevidos y curiosos
que emiten un gorjeo musical y melódico. Se
mantenía tenso, desfallecido y deshidratado, con los ojos cerrados.
Posiblemente que tendría sed, calor y hambre. Le
hice gestos de caricia con la mano sobre su cabeza y, con gran trabajo, consiguió
entreabrir los ojos.
Con cuidado caminamos hasta la cocina. Abrí el
frigorífico, busqué una botella de leche y la abrí con urgencia. A continuación
tomé un vaso y lo llené hasta rebosar, aproximé su pico hasta la leche, y
todo lo que su cuerpo podía absorber lo bebió en dos segundos.
Se posó sobre mi hombro contorneándose con
elegancia, y se acicaló las plumas de las alas mientras dirigía fijamente su
mirada hacia mis ojos. Y cantó con potencia. Pude observar un atisbo de sonrisa
en sus ojos.
Cuando terminó su canto triunfal, de un pequeño salto
voló desde mi hombro hasta el interior del frigorífico. Rebuscando entre bolsas
de verduras y cereales descubrió un helado de chocolate.
Hacía aspavientos solicitando ayuda para desenvolver el helado y
retirar el papel de plata que lo protegía. Una vez abierto y destapado, picoteó,
comió, saboreó, y terminó de picar
cuando solo quedaba la madera. Bailaba de alegría.
Le limpié el pico y la cara que habían quedado
manchados de chocolate y cantó de nuevo, como un
ruiseñor satisfecho.
Abrí la ventana para que pudiera irse y recuperar la
libertad, en tanto
que el daba vueltas a mi alrededor con alboroto, hizo un mohín con la
cabeza manifestando de esa manera que ese no era su deseo, así que pasamos el
día en la habitación hasta llegar la noche, cuando la temperatura en el
exterior había descendido notablemente.
Desde entonces permanezco expectante, por si hubiera
alguna otra ola de calor
honorio
poveda